Hola soy Carmen, le llamo para ofrecerle veinte litros de agua gratis. Lo siento Carmen, pero en este momento no te puedo atender. Cuelgo. Son los once y cuarenta y siete minutos, una hora razonable si uno no está a lo suyo. Cuatro de la tarde. Vuelve a sonar el móvil, escucha sin hablar. Dígame. Le llamo para ofrecerle el trabajo de su vida. No me interesa, gracias. Estoy en la lista Robinson. Ah, ¿si?, pues dígame cuál es el código que introduce para pertenecer a esa lista.
Nueve de la noche. Le llamo de su compañía del gas. Lo siento, no tengo gas. De su compañía eléctrica. No me interesa. Nueve y cuarto. Dígame, ya sé desde hace un tiempo que nunca tengo que decir si. Le ha tocado un regalo. No me interesa. Qué antipático es usted. Otro día superado.
Podríamos estar así días y días poniendo ejemplos de las numerosas llamadas que recibimos a lo largo de la semana. Y, claro, tenemos que trabajar, pasear tranquilamente, comer sin interrupciones, dormir a pata suelta o simplemente no ser molestado. Es verdad, me olvidé de que vivimos en un mundo hiperconectado en el que la rapidez ha sustituido a la empatía. Los teleoperadores además se han convertido en humanoides al servicio de la empresa, que a menudo anima a las artimañas más variadas para lucrarse. No son los responsables, es su trabajo, pero molestan.
La lista Robinson parece que no es tan efectiva o ciertas empresas no quieren ni verla. El caso es que el personal se tiene que buscar diversos trucos para evitar caer en las redes del engaño constante. O sino ver el caso de Juan que no tiene trabajo y escucha el enredo. Y el de Marta que necesita ahorrar en el recibo de la electricidad. A Juan le ofrecen un curso baratito con garantía de trabajo, no se sabe cual, y a Marta rebaja en el término fijo y sin darse cuenta subida en el de consumo.
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María Ángeles Martín
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