El éxtasis que produce la belleza es indudable. La contemplación de la naturaleza es el vivo ejemplo de ello. Por eso la humanidad se ha esforzado a lo largo de la historia en crear las obras más sublimes, a menudo con el convencimiento de poder llegar a la altura de los dioses. Se trata del primer pellizco que sentí cuando entré en la basílica de la Sagrada Familia de Barcelona.
Después, a medida que iba avanzando por la nave principal, sentí un aturullamiento debido a la luz, los colores, la altura, las dimensiones. Más tarde, en una de las galerías donde se expone diferente mobiliario procedente de otros lugares religiosos cual trofeos, me invadió un sentimiento de contrariedad como si se me hubieran abierto los ojos a experimentar ciertos duelos.
La imponente imaginación de Gaudí plasmada en la grandeza en todas sus dimensiones en la Sagrada Familia me dejó sin aliento, retó a mi imaginación a pasearse por los vericuetos de la humanidad, por la grandiosidad de las catedrales y, por contra, a pensar en el despilfarro frente a la necesidad.
El abigarramiento del neogótico en su primigenia proyección y la rebeldía creativa del modernismo plasmada en la Sagrada Familia, incita una y otra vez a dar vueltas de tuerca. A imaginar a Gaudí plasmando la naturaleza en sus creaciones y a la tarea posterior de sus sucesores para llegar a la creación final cuando esté acabada.
En visitbarcelona.com y en Turisme de Barcelona se puede encontrar más información para visitar el templo expiatorio de la Sagrada Familia.
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María Ángeles Martín
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